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Nostalgia

EL CUARTO

-Mira Nelson, hay uno nuevo, más joven que el anterior.

-No me gustan los cambios, ni las curvas.

-Todo es tu culpa Benjamín, esos malditos puros que fumas.

-¿Y tú no, Ramón? los tuyos huelen peor.

Es inevitable, el primer día de trabajo en un empleo nuevo siempre trae consigo ansiedad  acompañada de angustia y de la necesidad de hacer todo bien para impresionar al jefe, de aprenderse los caminos, las instrucciones y sobre todo, de no cometer una tontería.

El Ingeniero, como llamaban al Jefe de Mantenimiento, era un sujeto práctico, le gustaban las respuestas cortas y claras, según me dijo. –Vete por la derecha, Jaime, y pronto verás un ascenso-. Me recomendó, mientras ajustaba una lámpara sorda que luego me entregó.

–Este es tu instrumento de trabajo, aquí afuera no hay nada, tal vez ratas, pero no te molestarán. Lo único que te advierto es que está prohibido fumar porque aquí guardamos combustible-. Luego me vio atentamente, como tratando de encontrar las palabras, pero se arrepintió y me indicó la puerta.

Después de la última función de cine, los carros empezaron a dejar poco a poco el gran terreno que se extendía debajo de las tiendas y restaurantes del centro comercial. En unos veinte minutos empezaría mi primer rondín. El Ingeniero había trazado una ruta que debía seguir meticulosamente. El problema era que por alguna razón que se me escapaba, tenía que recorrerla en completa oscuridad.

Al final de mi primer recorrido, en el que tropecé varias veces, llegué con dificultad a la silla que me correspondía como velador y que estaba en un rincón junto a la puerta que daba a la calle Xochicalco. A las 2:30 AM, según el itinerario, saqué un sándwich de mi mochila y fue cuando lo escuché.

Era como si estuviera en una cantina, fichas de dominó, vasos, botellas y un grupo de amigos discutían ¿qué? No alcanzaba a distinguir, pero estaban felices. Tomé la lámpara y me dirigí al lugar donde se escuchaban las risas, pero apenas di un par de pasos, la luz se apagó. Le di unos cuantos golpes y cuando volvió a encender, la dirigí al frente. Apenas podía creer lo que veía.

El enorme espacio del estacionamiento se había reducido, el techo más bajo, las paredes cubiertas de lockers con uniformes, guantes, pelotas y bates. Al fondo, tres personas estaban sentadas ante una mesa cuadrada. No parecían advertir mi presencia. Me acerqué y con voz temblorosa aventuré a decir “B-b..buenas noches, señores.”

Los tres sujetos no parecieron advertir mi presencia. Seguían enfrascados en una alegre discusión. –No entiendes nada Nelson, te digo que el squeeze play fue idea mía. Dijo el que parecía de más edad, un señor calvo de aspecto gruñón. Hablaba al más fornido de los tres, de espeso bigote negro y mirada penetrante, quien respondió con una sonora carcajada. –Siempre con lo mismo Cananea, que fue idea mía.

-Asu mecha, miren qué joven es este novato que nos mandan de Pastejé. Dijo el más delgado, que me observaba con un gran puro en la mano. Los seis ojos me vieron sin mucho interés. –Chamaco, no te quedes ahí nomás, sírvenos otra ronda. Me espetó el fornido de bigote. No pude responder porque el calvo preguntó con voz de trueno -¿Te doblas otra vez? ¿Pues cuántas mulas traes?- y luego dirigiéndose a mí: -Oye novato ¿Sabes jugar dominó? Necesitamos que nos hagan el cuarto-.

-Disculpe señor ¿Quién los dejó entrar aquí?- Al principio mi voz sonó con autoridad, la que da la responsabilidad de cuidar un lugar tan importante, pero poco a poco se convirtió en un aullido sordo que salió de mi boca casi involuntariamente. Los tres hombres se levantaron al mismo tiempo para mostrarme su… transparencia.

Abrí los ojos desconcertado. Todavía no amanecía, pero el canto de los pájaros afuera indicaba que el alba estaba por romper en la Colonia Narvarte ¿Qué pasó durante mi turno? ¿Había acaso soñado con esos tres personajes fantasmagóricos? Devoré el sándwich rápidamente y luego llené mi reporte de turno, “Sin novedad”.

Tengo cinco años en este empleo y he aprendido a convivir con los personajes que se niegan a dejar el que alguna vez fue su espacio. A veces jugamos dominó, otras platicamos de las grandes hazañas que vivieron y hasta jugamos pepper game, para lo que resulté muy bueno.

Una noche que estábamos jugando dominó, Don Benjamín me tocó de pareja. -Jaime, ayúdame muchacho, no puedo hacer la sopa-. Me sorprendió el tono tan amable que usó Cananea, pero al verlo comprendí. Su mano derecha había desaparecido por completo. –¿Qué pasa Pelón?-, preguntó Arano con sincera preocupación. –No puede ser-, interrumpió Nelson –La gente te está olvidando, ya nadie habla de ti y tú sabes las consecuencias.

Conocía las reglas de la existencia de mis amigos. Podían convivir en ese lugar que les había pertenecido, incluso interactuar con alguien del mundo de los vivos, siempre y cuando estuvieran presentes en la memoria de quienes los conocieron en vida.

No podía creer que la gente de béisbol dejara de hablar de las hazañas del gran “Pelón Mágico”, el mánager de mánagers. Una de las mentes más brillantes que haya visto el béisbol mexicano. Decidí hacer algo. No podía dejar que la memoria de mi apreciado amigo se perdiera para siempre.

El Archivo de Béisbol está en una casa de la colonia Country Club que no me costó trabajo ubicar. Ahí seguramente encontraría las fotografías que necesitaba para ilustrar el artículo que escribí con la ayuda de Don Benjamín. Las anécdotas que me contó y las confesiones que me hizo eran suficientes para que el hashtag #CananeaReyes se hiciera viral en Twitter.

Miré a un lado de la calle antes de cruzar hacia la casa del Archivo.

Abrí los ojos, estaba sentado en una silla y a lo lejos podía escuchar el familiar ruido de cantina. Al acercarme fui recibido con sendas sonrisas –Bienvenido, caballo. Ojalá que tu memoria dure, porque el último se fue rápido. Siéntate, haz el cuarto.

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